viernes, 18 de diciembre de 2009

Thérèse Raquin, de Émile Zola


La joven Thérèse, hija de un capitán francés y de una argelina, vive con su tía y su primo, con el que se ve destinada a casarse y vivir una existencia monótona. Al poco de casarse, Camille lleva a casa a su amigo Laurent, por el que Thérèse se siente atraída y con el que comienza una relación que les lleva a cometer un crimen y sufrir terribles remordimientos. Hasta llegar a un tremendo final.


1 comentario:

alfonso dijo...

En 1868 Emile Zola, a la sazón un joven de 24 años, consigue cierto éxito con su novela Thérèse Raquin. Con el tiempo esta obra será considerada como una especie de manifiesto fundacional de un nuevo movimiento literario: el naturalismo.
En el prólogo a la segunda edición de la obra el autor aprovechará para defenderse de las acerbas críticas recibidas que llegaron a considerar su publicación incluso como pornográfica. Muchos hablaron de tosquedad, de brocha gorda, incluso su contemporáneo Barbey D,Aurevilly lo denostó gráficamente como “Miguel Angel del fango”.
Visto con la perspectiva del tiempo hoy el naturalismo se define como un estilo artístico, sobre todo literario, que busca ceñirse a la realidad circundante y reflejarla del modo más objetivo y despersonalizado posible, incluso en sus aspectos más descarnados y tremendistas, presentando al ser humano sin albedrío, determinado por la herencia genética y el medio en que vive.
En la obra en cuestión Zola nos cuenta una historia jalonada por cuatro personajes principales.

- Una mujer pasiva, sin voluntad, reprimida en sus instintos, dispuesta a complacer desde la infancia a su tía, que tuvo la bondad de acogerla en adopción, y abocada al matrimonio con su primo por el que nunca sintió pasión alguna, si acaso lástima por su sempiterna mala salud.
- Un hombre, hijo único, mimado desde niño por su madre, inmaduro, pánfilo y protegido hasta la adultez en el nido materno.
- La tía y madre de los anteriores, que sólo ansía una vejez pacífica, bajo los cuidados de su sobrina.
- Un hombre fuerte, impulsivo, sanguíneo, primario, vago, que sólo aspira a trabajar lo menos posible y a saciar lo mejor posible sus deseos materiales.

El encuentro casual de esa mujer deseosa de experimentar nuevas sensaciones y del hombre capaz de proporcionárselas y que encuentra en ella el ardor y la pasión desbocada, permitirá al autor diseccionar la condición humana, en un relato donde encontrarán asiento el crimen, los remordimientos y la venganza.
El argumento, con cierto aire folletinesco, en el más noble sentido de la expresión, lleva al lector con pulso acelerado hasta una conclusión que, aunque sospechada, culmina vigorosamente una buena novela.
Apuntar a modo de corolario que quien esto escribe comparte el reparo que Emilia Pardo Bazán hizo en su ensayo “La cuestión palpitante” al determinismo positivista, rayano casi en el fatalismo mecanicista, que subyace como tesis en la obra zolesca, la condesa afirmaba: “el vicio capital de la estética naturalista es someter el pensamiento y la pasión a las mismas leyes que determinan la caída de la piedra”.
En el fondo el naturalismo al negarle radicalmente al hombre la posibilidad de elegir su propio camino lo somete a una dependencia de la voluntad ya definida por escolásticos y calvinistas.
Entiendo que si bien sería estúpido pensar que incardinados en una existencia concreta somos totalmente libres de autodeterminarnos, tampoco podemos caer en el otro extremo y decir aquello que tan bien recogía el estribillo de una canción del grupo Siniestro Total: “Tranqui, colega, la sociedad es la culpable”.